Devocional

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Diciembre 6

"Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros", Juan 13:34-35.

Hay una prueba (una prueba suave, dulce y santa), por medio de la cual el hijo de Dios más tímido y dudoso puede determinar la autenticidad de su carácter cristiano: El amor a los santos. El apóstol Juan presenta esto como una prueba verdadera. No dice, como en verdad podría haber dicho: "Sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a Dios"; sino que colocando la realidad de esta maravillosa traslación sobre una evidencia inferior, el Espíritu Santo, por medio del escritor inspirado, desciende a la exhibición más débil de la gracia que su propio poder había obrado, cuando dice: "Sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos". Así de valiosa a los ojos de Dios aparecería esta gracia nacida del cielo, gracia celestial, que incluso la débil e imperfecta manifestación de ella de un santo a otro, constituirá una evidencia válida de su relación con Dios, y de su condición de heredero a la vida eterna.

Nuestro bendito Señor, de quien se dice maravillosamente que fue una encarnación del amor, coloca la prueba del discipulado cristiano precisamente sobre el mismo terreno: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros". Podría justamente haber concentrado todo su afecto en Él mismo y así haber hecho de su único y supremo apego a Él la única prueba de su discipulado. Pero no, en el ejercicio de esa ilimitada benevolencia que nunca fue feliz sino cuando planeaba y promovía la felicidad de los demás, les ordena que "se amen los unos a los otros", y condesciende a aceptar esto como evidencia ante el mundo de su unidad y amor hacia Él.

Este afecto, obsérvese, trasciende todas las emociones similares abarcadas bajo el mismo término general. Hay un afecto natural, un afecto humano, y un afecto denominacional, que a menudo une en la más dulce y estrecha unión a aquellos que son de la misma familia, o de la misma congregación; o que se asimilan en mente, en temperamento, en gusto, o en circunstancia. Pero el afecto del que ahora hablamos es de un orden más elevado que éste. No podemos encontrarle paralelo; ni siquiera en el seno puro y benévolo de los ángeles, hasta que, pasando a través de las filas de todas las inteligencias creadas, nos elevamos hasta Dios mismo. Allí, y sólo allí, encontramos la contrapartida del amor cristiano. Creyente, el amor por el que abogamos es amor a los hermanos, amor a ellos como hermanos. La iglesia de Dios es una familia, de la cual Cristo es el Hermano Mayor, y "todos miembros los unos de los otros". Está unida por un vínculo moral muy espiritual, tiene una semejanza familiar de lo más perfecta, y tiene un interés común en una esperanza de lo más sublime. Ningún clima, ni color, ni confesión, afecta la relación, sea que te encuentras con uno del hemisferio opuesto del globo, que tiene la imagen de Cristo, que manifiesta los frutos del Espíritu; que, en su andar y conversación, se propone cultivar las disposiciones celestiales y los santos hábitos del Evangelio, y que se identifica con la causa de Dios y de la verdad, o que te encuentras con un miembro de la única familia, un hermano en el Señor, uno que llama a tu Padre su Padre, a tu Señor su Señor; y uno, también, que tiene un mayor derecho sobre tu afecto y tu simpatía que la más cercana y tierna relación natural que la vida puede exigir.